Por Abril Peña
⸻
El país amaneció otra vez estremecido por una denuncia médica que desgarra la conciencia colectiva.
El caso de Lisbeth Suriel, una joven de 24 años que entró a una cesárea y terminó con una perforación intestinal y casi dos litros de materia fecal en su cavidad abdominal, ha vuelto a poner sobre la mesa la precariedad del sistema de salud dominicano.
Su testimonio es una radiografía de lo que enfrentan miles de pacientes: diagnósticos errados, negligencia en el trato, falta de seguimiento y una burocracia institucional que termina siendo más peligrosa que la enfermedad misma.
En sus palabras hay una mezcla de dolor, impotencia y una verdad que nadie debería callar: en este país, enfermarse puede costar la vida.
Pero el drama no se limita al sistema público.
En el ámbito privado, donde muchos dominicanos buscan atención confiando en encontrar profesionalidad y respeto, también se ha desbordado la práctica del abuso.
Esta semana, la doctora e influencer Mami en Línea denunció en el programa El Show del Mediodía el caso de una madre a la que una clínica le inventó un diagnóstico para justificar una factura de 300 mil pesos.
No se trató de un error médico, sino de una manipulación premeditada para inflar costos, utilizando el miedo como negocio.
Y lo más alarmante es que este tipo de prácticas no son aisladas: se repiten, se toleran y se normalizan en distintos centros del país.
Estamos frente a un modelo que, lejos de garantizar salud, parece garantizar rentabilidad.
Un sistema donde hospitales públicos colapsan por carencias y clínicas privadas por codicia; donde el paciente es visto como gasto o ingreso, pero rara vez como ser humano.
La SISALRIL, el Ministerio de Salud Pública, el Colegio Médico Dominicano y la Defensoría del Pueblo existen, pero su acción es cada vez más débil frente a un problema que crece como metástasis.
Las sanciones son tímidas, las investigaciones lentas y las responsabilidades, difusas.
Mientras tanto, los pacientes siguen muriendo entre pasillos, diagnósticos equivocados y cuentas imposibles de pagar.
El caso de Lisbeth y la denuncia de Mami en Línea deben servir de punto de inflexión.
No solo como advertencia, sino como exigencia de rendición de cuentas.
El país necesita una reforma profunda del sistema de salud, una que devuelva la ética al ejercicio médico y la autoridad al Estado para fiscalizar, sancionar y proteger.
Porque cuando los hospitales se vuelven antesalas del abandono y las clínicas fábricas de facturas, ya no hablamos solo de una crisis sanitaria: hablamos de una crisis moral.
La vida no puede seguir siendo una oportunidad de cobro.
Ni la enfermedad, una fuente de ganancia.
La salud —como la justicia— debería ser un derecho.
Y en la República Dominicana, ese derecho se nos está muriendo en las manos.















Deja una respuesta