– Revista Regionarios
Vivimos en la era del “te amo” con filtro, del “mi vida perfecta” en historias y del “amor verdadero” declarado con etiquetas y hashtags. Las redes sociales se han convertido en el escenario principal donde muchas personas no solo muestran su afecto, sino que —sin querer admitirlo— desahogan sus frustraciones, sanan heridas con aplausos digitales y, en algunos casos, castigan simbólicamente a quienes ya no forman parte de sus vidas.
No es raro ver publicaciones rebosantes de “felicidad” acompañadas de pies de foto como: “Gracias por enseñarme lo que es el amor de verdad” o “Dios me quitó lo que no me convenía para darme lo que merezco”. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿a quién realmente va dirigido ese mensaje?
No hay nada de malo en amar y celebrarlo. Lo sano, lo bonito, merece compartirse. Pero hay una diferencia abismal entre hacerlo por plenitud y hacerlo por necesidad. Entre mostrar lo que se vive, y actuar una escena para los demás. ¿Cuántas de esas demostraciones públicas no son, en realidad, indirectas disfrazadas de afecto?
Muchas veces, el problema no es el nuevo amor, sino el viejo dolor. No es el “te amo” al nuevo, sino el “mírame” al que se fue. Cuando el amor se convierte en un instrumento para restregarle a un ex pareja que “ya no te necesito”, en realidad se está gritando que todavía estás ahí —en el recuerdo, en el rencor, en la herida no cerrada—.
En el fondo, hay algo profundamente humano en esto. Queremos validar nuestras decisiones, sentir que no fuimos los culpables, que fuimos los buenos de la historia. Pero convertir esa necesidad en un espectáculo público tiene consecuencias.
Algunos lo llaman empoderamiento, pero a veces no es más que una manera elegante de tapar errores no asumidos. Porque es más fácil exponer lo que aparenta plenitud, que mirar hacia adentro y decir “fallé”, “no supe cuidar”, “no estaba listo”. La negación siempre ha sido una defensa emocional, pero en redes sociales se maquilla con filtros y likes.
La madurez emocional implica reconocer que no toda sanación necesita espectadores. Que no todo lo que se siente debe compartirse. Que hay batallas internas que solo se ganan en silencio, no en reels ni en captions. Declarar amor a los cuatro vientos puede ser una forma de celebración, sí, pero también puede ser un grito de auxilio o una estrategia de venganza emocional.
Y cuando lo es, el riesgo es doble: te mientes a ti mismo y al mismo tiempo conviertes tu nueva relación en un campo de batalla que no le corresponde. Porque nadie debería ser usado como parche para un ego herido ni como trofeo para mostrar que “yo gané”.
El verdadero triunfo después de una ruptura no es amar de nuevo en público, es sanar en privado. No es gritar que estás mejor sin esa persona, es no necesitar decirlo. No es demostrar que estás feliz, es estarlo realmente. Porque cuando hay paz interior, el silencio se vuelve más elocuente que cualquier post viral.
No todo lo que brilla en redes es oro emocional. A veces, el exceso de exhibición esconde la falta de convicción. Y mientras algunos declaran amores nuevos para tapar vacíos viejos, otros simplemente se reconstruyen en silencio. Y ganan. Sin necesidad de castigar a nadie.
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