Por: Walddy Lina Polanco
Periodista y directora de CR News Digital
En medio de los foros internacionales, comunicados diplomáticos y discursos cargados de buenas intenciones, la República Dominicana sigue siendo señalada, criticada e incluso condenada por medidas que ha tomado en defensa de su soberanía frente a la prolongada y aguda crisis haitiana. Sin embargo, quienes levantan el dedo con ligereza, rara vez se detienen a mirar la realidad desde nuestros zapatos.
La comunidad internacional ha fallado con Haití. Y no desde ayer. La historia reciente está plagada de promesas rotas, intervenciones mal ejecutadas y una dolorosa indiferencia hacia un pueblo que ha sido víctima de sus propias élites, de catástrofes naturales y del abandono sistemático de los organismos globales.
Mientras tanto, es la República Dominicana quien ha asumido —a costa de sus recursos, su sistema de salud, su infraestructura educativa y su estabilidad social— el impacto humano de esa crisis. Y lo ha hecho con dignidad, solidaridad y más paciencia de la que muchos reconocen.
Lo que muchos países llaman “medidas duras” son, en realidad, acciones de contención necesarias para evitar que el colapso de un Estado vecino arrastre consigo el equilibrio interno de una nación que también enfrenta desafíos propios: pobreza, desempleo, crisis habitacional, deficiencias en salud y educación.
¿Es justo pedirle más al gobierno dominicano, cuando lo que ha hecho es responder con recursos limitados a una situación límite?
Pocas voces se detienen a preguntar:
- ¿Cuántos partos de mujeres haitianas son atendidos a diario en nuestros hospitales públicos?
- ¿Cuántos niños haitianos reciben educación gratuita en nuestras aulas?
- ¿Cuántos operativos de salud, vacunación, regularización y ayuda humanitaria han sido financiados por el Estado dominicano en territorio fronterizo?
Lo que se invierte para contener la crisis haitiana —desde seguridad militar hasta salud pública— es dinero que podría y debería estar destinado a mejorar las condiciones de vida de los dominicanos más vulnerables.
No se trata de deshumanizar al vecino. Se trata de recordar que la caridad mal entendida, cuando viene sin apoyo internacional y sin corresponsabilidad, termina siendo una injusticia para el pueblo anfitrión.
El presidente Luis Abinader ha sido claro: la solución a Haití no está en República Dominicana. Está en Haití. Y es la comunidad internacional, no nuestro pequeño y ya sobrecargado país, quien debe asumir ese reto con seriedad, recursos y voluntad política.
Mientras eso no ocurra, cualquier crítica que ignore nuestra realidad será simplemente eso: una crítica sin contexto, sin empatía y sin derecho.
Hoy más que nunca, ponerse en los zapatos de la República Dominicana no es un ejercicio retórico, es una exigencia ética para quienes nos observan desde lejos y nos juzgan sin comprender.
Revista Los Regionarios
Opinión – Miradas con identidad y verdad